Primero fue el Parnaso, su hábitat, su jungla. O tal vez desde su cobertizo entre el bosque y el palabreo, el Elefante, después de ser visto, se echó bocarriba, nazón, como una nariz de extensa e hiperbólica extremidad de su cuerpo hermoso. Don Francisco de Quevedo lo hizo soneto burlesco, paradigmático, hipertexto barritando.
El nuestro no rima sino con los rascacielos, y desde su posición ahuyenta con su tromba los misiles que puede, desbarata los alambrados, se suma a la lucha de clases, los lamentos de los desheredados y se explaya amplio y controversial ante la cercanía de la retórica, pero también lejos del alcance de la monserga que abunda, pedigüeña, esa que requiere del valor de uso para tener acceso al valor de cambio. Plusválico no es. No es amigo de quienes chillan, mientras él barrita en modo urbano y por igual silvestre, mitad salvaje, mitad idílico, sin importarle no ser presa de la falsa conciencia ni enarbolar ostentaciones pírricas, pícaras. Se burlará siempre del cerrojo que imponen los censores. No se volteará hasta oler el musgo que rodea el Palacio de Invierno y el gentío emerja de las catacumbas. Chavista y disposicionero.
Ahí vamos, por ahora.